jueves, 25 de septiembre de 2014

Vacaciones en la Metropoli

Teníamos, en ese hotel de 5 estrellas, alojamiento y desayuno, y eso es lo que hicimos, el desayuno era impresionante, Panqueques con todos los réyenos, café, tortas más grandes que las de una boda, jugos de todas las frutas conocidas, leche sola, y con cacao, tostadas, dulces cremosos que impresionaban a simple vista, y muchas cosas que nunca hubiera imaginado ver ahí, no solo por lo fantástico del lugar, sino también por que no conocía su existencia. Nos habremos pasado horas comiendo, la verdad ni nos dimos cuenta, hasta que el mesero, muy amable, nos pidió que nos vayamos a nuestras habitaciones o a recorrer la ciudad. Mi madre, exhausta, se fue a la habitación, ella estaba convencida de que había que aprovechar al máximo posible el alojamiento en ese hotel. Mi padre, sin preocupaciones, nos llevo con él a recorrer el centro de la Metrópolis. Mi hermana, y yo, después de ese agotador desayuno, como obligación de ser hijos, solo nos dignamos a asentir y a seguirlo. Al salir, mi padre, el austero, paro un taxi para llevarnos, ya que notaba el cansancio en nuestros ojos. El taxista iba lento, a una velocidad de turista (de un turista con plata), pero aun así, mi padre no lo apuró, ya que no le afectaba en lo más mínimo. A la media hora llegamos, supongo, a la casa de gobierno, era un palacio de un color marfilado, con cortinas gigantes de color rojo colgando en cada ventana del edificio, además tenía un patio inmenso, con fuetes de todos los tamaños, y muchos árboles, todo estaba rodeado por unas rejas que no alteraban la imagen de tranquilidad que transmitía esa mansión, en las colosales puertas de las rejas, habían cuatros guardias, o militares, no sé, que con sus trajes rojos y azules, se mantenían quietos, mirando hacia el horizonte, con su fusil cargado a los hombros. El taxista siguió a la misma velocidad con la que lo encontramos, lenta y pausada, por las calles de la ciudad. Con sorpresa nos topamos con el centro de la capital, nos dimos cuenta por que el pasar de peatones era constante, e imperturbable, por los edificios altos, los anchos negocios, el flujo estancado de vehículos, y muchas cosas que en mi barrio no había. Mi padre, el conocedor, señalo, un edificio gigante, y nos dijo que era uno de los más altos del mundo, nos conto su historia, sus anécdotas, sus leyendas, y todo lo que él había leído en un folleto del hotel. Seguimos paseando, sin parar, hasta caer la noche, ya habíamos perdido sentido del tiempo dentro del taxi, que no pudimos ni siquiera recordar que estábamos dentro de uno, y que al paso del tiempo, mayor iba a ser el monto que al final tendríamos que abonar. Con un poco de timidez, le dije a mi hermana mayor, lo que había pensado, y esta de un salto, se le acerco a mi padre, el soñador, que miraba por la ventana del vehículo. Al enterarse, este le aviso al chofer que nos llevara al hotel, lo más pronto posible, y mi madre, consciente de lo que había hecho, esperaba en la puerta, al bajar él del taxi, le dijo: “mi marido, el boludo”.

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