jueves, 25 de septiembre de 2014

Las piernas cerradas

Se levanto y me miro, con sus ojos fríos me atormentó. Me congeló. Fue para la esquina de la habitación y comenzó a vestirse, nunca perdió la vista de mí. Yo, triste y desconsolado, me encontraba sentado en el borde de la cama. Se dio vuelta, y miro por el espejo, su aspecto y el mío. Yo se que nos comparo en ese instante. Ella pensaba que mi vida era envidiable, yo sabia que la de ella no. Nunca supe si me amo de verdad, o si solo fui un juego. Siempre me negó este pensamiento, pero yo dudaba, su forma de actuar no iba al compás de lo que sus ojos trasmitían. Esos ojos marrones café, me segaban más que el mismo sol. Cuando me miraba, yo perdía las palabras de la boca, dejaba de hablar o comenzaba a dudar de mi mismo. Esos ojos, tortuosamente hermosos, me arruinaron varios momentos en que trate de hablarle, pero en otros me resultaron de ayuda para saber lo que sentía.
Se sentó a mi lado, cruzada de piernas y con el pelo despeinado. No me miraba. Apoyo su cabeza en mi hombro y suspiro. Mi corazón se paralizo. Comenzó a abrocharse la camisa, botón por botón, sin despegar su cabeza de mí. Mientras empezaba a silbar una canción conocida, giraba su cabeza para mirar la habitación. Una habitación medianamente grande, con paredes recubiertas hasta la mitad con un empapelado amarillo y la otra mitad, al igual que el piso, de madera, un ventilador de techo rustico color madera, una cama matrimonial, dos mesas de luz, un sillón enfrente a la cama, una puerta de madera con un espejo lo suficientemente grande como para verse de la cintura para arriba.
Se levantó y su pelo sacudió, ese hermoso pelo negro perla semi-ondulado. Esta vez no me miro. Se puso sus jeans ajustados. Se paro en la puerta, dándome la espalda y dijo:
-¿Te pasa algo?
-No… creo que no –dije, suspirando.
-No me trates de entupida… se que te pasa algo.
-No lo entenderías.
-Sabes que la única que te entiende soy yo.
-Es que… voy… voy a ser papá… ¿comprendes? –dije, emocionado y obviando la respuesta.
-No… vos sabes que no lo entiendo.
-Ya no puedo seguir así, lo siento –extendí la mano y le di los billetes.
Los agarró y se los metió en el corpiño. Se sentó en el sillón para poder atarse las zapatillas. Al pararse y dirigirse a la puerta, dijo: “Nos vemos la semana que viene”.

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